Uno va pasando por tantos lugares... A algunos uno sólo se asoma un momento a echar una mirada y piensa "no está mal para un café en esa terraza"; a otros llega de intensa ruta turística y desea "ojalá este día aquí se convirtiese en un año y pudiera vivirlo no sólo conocerlo"; sin embargo, también están aquellos a los que se llega tan liado que, cuando lo abandonas, suspiras porque no lo conociste como turista. Algunos lugares son ideales para una apasionada historia de amor de seis meses; otros son perfectos para criar a tu hijo; los hay cuya paz es necesaria para hacer un alto en el camino y pensar en lo que dejaste atrás y en lo que aún te queda por recorrer; también están aquellos cuya increíble natura te abruma y te empequeñece; y, por supuesto, están las urbes repletas de facciones, gestos, prisas, cafés y cervezas, teatro y cine, risas de oficina y disquisiciones asomados a la terraza de un ático.
Y luego están... los que merecen correr la suerte de Dunwich.
Patricia.
Al punto, hubieron de dar un violento respingo ante la terrorífica detonación que pareció desgarrar la montaña; un estruendo ensordecedor e imponente, cuyo origen -ya fuese el interior de la tierra o los cielos- ninguno de los presentes supo localizar. Un único rayo cayó desde el cénit violáceo sobre la piedra altar y una gigantesca ola de inconmensurable fuerza e indescriptible hedor bajó desde la montaña bañando la comarca entera. Árboles, maleza y hierbas fueron arrasados por la furiosa acometida, y los despavoridos aldeanos del grupo que se encontraba al pie de la montaña, debilitados por el letal hedor que casi llega a asfixiarles, estuvieron a punto de caer rodando por el suelo. En la lejanía se oía el furioso ladrido de los perros, en tanto que los prados y el follaje en general se marchitaban cobrando una extraña y enfermiza tonalidad grisáceoamarillenta, y los campos y bosques quedaban sembrados de chotacabras muertas.
El hedor desapareció al poco tiempo, pero la vegetación no volvió a brotar con normalidad. Incluso hoy se sigue percibiendo una extraña y nauseabunda sensación ante las plantas que crecen en aquella montaña de infausto recuerdo.
(El horror de Dunwich, H.P. Lovecraft)
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