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domingo, 4 de abril de 2010

Creer en la gente.

   Ayer tarde mi crío me llamó por teléfono y me pidió llorando que fuera con él. Arranqué el coche con un nudo en el estómago y una mirada de cansancio tras una semana de sinsentido e incomprensión. A los diez minutos estaba atascada en un embotellamiento causado por el volumen de coches accediendo a un macrocentro comercial del extrarradio. Hacía sólo un ratito le había estado comentando a un amigo que qué pena que la gente ya no vaya los fines de semana al campo, como hace veinte años, con los tuppers llenos de tortilla de papas y filete empanao; que la gente tiene que consumir por cojones en su tiempo libre: pagar ropa, pasear la ropa, pagar el restaurante o el fast food, pagar la peli que todo el mundo tiene que ver para no quedarse fuera, pagar mil objetos innecesarios que se crucen en su camino. Y allí estaban todos, acudiendo como borregos a pastar a su prado consumista. Y mientras mi coche sin moverse apenas y mi crío a treinta kilómetros de allí sin entender porque su madre no estaba ya a su lado.
  Pasada la salida del centro comercial el tráfico perdió algo de su densidad. Desgraciadamente, unos kilómetros después aquello dejaba de ser fluido: la gente que no había optado por la tarde de sábado en el centro comercial había elegido pasarla viendo tronos en la capital. Mi anticlericalismo se intensificó. El problema es que, aunque yo no tenía que entrar en Málaga, sí tenía que salir por ese acceso. Y eso significa, como sabe todo el que conozca esa carretera, pasar tres carriles a la derecha en un tramo en el que incluso se cruza gente de la derecha que ha de pasar esos mismos carriles a la izquierda si quiere ir dirección Granada o Córdoba (recuerdo que mi padre, gaditano, la primera vez que condujo aquí dijo que esos tramos debían de ser provisionales, jajaja, no podía creerse aquel trazado de locos). En definitiva, que cuando el tráfico es el que había ayer, la cosa dista mucho de ser fácil. Llegó un momento en que incluso tuve que dar un volantazo y volver a mi carril porque el cabrón que venía por mi derecha no sólo no redujo velocidad sino que aceleró cuando vio mi intento.
   Y entonces me sucedió algo que jamás me había ocurrido en nueve años de conducción. El coche que iba tras de mí, que obviamente había visto mis intentos desesperados, consiguió cambiarse a ese carril, frenó y me dio un claxonazo para que yo pasara delante de él. Lo hice y levanté una mano agradecida ante el espejo retrovisor. Él volvió a su carril y sólo atiné a ver de soslayo una cabeza cana, un par de gafas redondas y una matrícula extranjera en aquel coche gris antes de que se perdiese en el tráfico.
Sentí una sensación agradable, reconfortante, dentro de mí. Sonreí dulcemente y pensé: "Coño, todavía hay mucha gente por ahí que merece la pena".

Patri.

2 comentarios:

  1. Aún no me he sacado el carnet de conducir, así que no me he enterao de ná.

    Pero sí, a veces hay personas que son capaces de ver a las otras :)

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  2. Por cierto, está así mejor el blog, ¿no?
    Más despejado, y el recuadro del vídeo ya no se corta.

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