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domingo, 2 de agosto de 2009


Si pudieras por un momento rasgar mi piel como quien rasga el papel, y abrir en canal mi pecho, podrás introducirte en un interior nada esperado. No encontrarás ni visceras, ni huesos, ni sangre, ni otros fluidos, sino que descubrirás un cuadro desolador.

Es un inconmensuable mar embravecido bajo un cielo oscuro repleto de nubes, densas como el cemento. Completamente coloreado con toda la escala posible de grises, iluminado desde algún lugar indefinido, sin que se percibe en lo alto ningún astro rey creador de vida.

De entre las espumosas olas del mar fúnebre se yergue como nido de cigüeña un alto y fuerte mástil metálico, sobre el cual descansa una pequeña base circular. En su resbaladiza superficie, deambula con el vaivén caprichoso de las olas y a mercer de los vientos que soplan, una esfera de acero.

A cientos de metros sobre el horizonte, esta figura de acero oxidable no puede descender de su torre, pues si sobrepasase los límites del territorio conocido, sufriría una caída imparable hasta las simas más profundas que se pudieran imaginar, yaciendo eternamente en el pacífico, pero muerto lecho marino.

Desde esa posición sufre el constante roce del aire violento que, junto con la erosión de la lluvia ácida, han logrado desgastar en parte la superficie de la bola solitaria. Pero aún se pueden distinguir las capas de pintura que antaño hubiesen dado peculiaridad al apático acero. Se aprecian todavía ciertos matices de la infancia, algo de inocencia, pequeñas pinceladas de ilusión y pigmentos vestigio de una felicidad que se resiste, inútilmente, a ser olvidada. Pero a cada tormenta se acrecenta su destrucción, al recibir, por su naturaleza metálica, los 30.000 ºC y más de 100.000 Amperios de las descargas eléctricas producidas por las nubes cargadas positivamente, como los inventos de Franklin en el mundo exterior.


Esta esfera queda en el centro del cuadro, testigo y protagonista de toda la acción, perdiéndose en el espacio que no tiene fin ni cambio. Y con el paso del tiempo y de las tormentas, poco a poco se reduce a la nada, al más insignificante grano de tierra en el interior del desierto más grande. Pero sí, ahí seguirá siempre, cada vez más pulido y minúsculo, en algún rincón del infinito vacío contenido entre mis costillas, hasta que éstas se doblen sobre sí mismas.

David

3 comentarios:

  1. Siniestramente hermoso. El primer párrafo, además, me lo quedo para mi colección de frases :-)

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  2. Llegué tarde pero mereció mucho la pena. Gracias

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  3. Es precioso David, en serio. Y no ignores lo que te digo por el hecho de ser yo quien lo diga =w=, quiero decir, que, es genialoso, me emocionó el leerlo y además este texto me recordó una de las razones por las cuales te tengo tan especial afecto, ya sabes.


    Lírika.
    :)

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