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domingo, 25 de octubre de 2009

Pequeños momentos en mi ciudad natal.

Estoy en Fuengirola. Dejé Sevilla tras dos horas de viaje, un tren perdido y 15 euros malgastados. Justo hoy me dijo mi enigmática vecina que el que pierde el tren, nunca lo llega a coger, y por ello no llegará a su destino. Me ha dado miedo, ya que lo he aplicado a mi caso, pero supongo que tiene razón.

Anoche no tenía nada que hacer. Visité a unas amigas a casa de una de ellas, y recordé viejos tiempos a su lado. La conozco desde preescolar... podría decir que es la única persona que siempre ha estado a mi lado... pero sería mentira. Después del colegio, nos dejamos de hablar al distanciarnos, y por casualidades del destino, el verano pasado nos volvimos a reencontrar. Ahora somos inseparables. Son radicalmente distintas a mí, pero con poquísimas personas me siento mejor que con ellas. Tienen una forma de vivir tan agradable que hace sentir que nada puede ir mal, y si va, que se arreglará de la mejor manera.

Después de despedirme de ellas, me fui con mi moto. A dar mis clásicos largos paseos, de punta a punta del paseo marítimo, desde mi querido castillo hasta mi añorada roca, en torreblanca, donde ya el pavimento desaparece y la playa anuncia su pronto fin. Conduje por calles que nunca había pasado. Visité la acojedora guardería donde había pasado mis primeros años: pocos recuerdos perduran, pero en la mayoría, he de destacar que yo era el malo. Por lo visto era un pequeño diablillo. Acosaba a los demás... y ya ven. Algo pasó para que se cambiasen las tornas, y ahora sea yo el débil que recibe, incapaz de rebelarse. Pero tanto como yo he cambiado, ha cambiado la pequeña escuela. Abandonada, la maleza le ha ido ganando el terreno al suelo, las paredes se han tatuado de grietas, las ventanas han desaparecido y los colores han enmudecido. Quedan restos de algún asentamiento okupa, y algún que otro graffiti inconformista. Pero de la puerta cerrada con candado no pude pasar.


Luego de la desolada visión y de los intensos recuerdos, me dirigí a mi colegio. Salté la valla con facilidad, sin remordimiento y confiado, sintiéndome en mi casa. Aquella valla de gigantes infranqueable cuando era un renacuajo. Anoche paseé una media hora por entre los patios, bajo las columnas, a la sombra de los árboles. Me tumé en el suelo y contemplé las estrellas. Me refugié en mi rincón preferido. Lloré. Mi querido colegio Sohail. Mi odiado colegio Sohail. Los peores momentos viví allí, pero también las mejores cosas sentí. El primer amigo, que se fue al poco tiempo, y que jamás pudo ser reemplazado. Ahora vive en Inglaterra, estudiando arquitectura, con camisetas de DC y Volkom, y una novia rubia de sonrisa azulada. También el primer amor correspondido... una chica preciosa, de pelo dorado y ojos marinos, con un bello acento inglés. Y minutos despúés de la mágica declaración de amor eterno, el jarro de agua fría: esa misma tarde partía para Gran Bretaña. Ahora que lo pienso, puede que esas dos personas estén juntas. Casualidades más extrañas de tan dispares elementos se han conjugado.

Subí de nuevo sobre el muro, y volví en mi negra avispa a la playa. Volví a sentarme en el borde del paseo marítimo, a contemplar el mar, a oir cómo las olas rompían, inocentes, ajenas a todo.

Anoche viví intensamente la vida que me había tocado. Y no conseguí acostarme con una sonrisa en los labios.


David

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