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viernes, 17 de julio de 2009

El Lego, y la pérdida de la niñez.

Podría deciros casi con total exactitud cómo han sido la mayoría de las mañanas tras las Noches de Reyes de mi vida. Nos levantábamos todos a la vez, y salíamos emocionados al salón. Allí debíamos de buscar por los rincones todos los regalitos... que aunque nunca fueron muchos, sí eran buenos. Mis padres también se sorprendían al encontrar algunos con sus nombres, porque mi hermana se levantaba a las seis a colocarlos (siempre tuvo esa capacidad de levantarse temprano como una rosa, mientras que yo no me despierto hasta pocas horas después de levantarme).

Entre los regalos dejados por los mágicos Reyes, para mí siempre había alguna caja enorme, que al sacudirla, producía un ruido que me alegraba. Siempre tenía una caja de Lego, de cualquier cosa. El primero que tuve no era de Lego realmente, sino de otra marca mucho más barata, y tenía muy pocas piezas diferentes: tan sólo había dos o tres patrones que se repetían en los tres colores. Pero aun así, me lo pasaba de vicio, montando mis castillitos, a pesar de con tan pocos materiales. La Navidad siguiente llegó el Lego de verdad... un pequeño pueblo del oeste, con su banco y su cárcel del sheriff, más tarde un castillo de ninjas, después alguna que otra nave de Star Wars, incluso el trenecito de Harry Potter, que yo ahora recuerde.

Me pasaba horas y horas jugando yo solo en mi cuarto. Sobre mi antigua alfombra verde, vaciaba todas las casas, y comenzaba a crear. Hacía naves, coches, casas, objetos; me inventaba mil historias con mis muñequitos. Esas piezas para mí llegaron a ser mi mundo, pues con ellas, podía construir el mío. Me reducía a unos cuantos centímetros y vagaba entre gigantes, pilotando super aviones o construyendo con mis manos las paredes de mi casa. Con las últimas cajas de juegos, venían piezas mucho más diversas, por lo que las posibilidades se multiplicaban. Durante mucho tiempo de mi infancia dejé volar mi imaginación con esos muñequitos de plástico, imaginándome uno de ellos, aunque sintiéndome el Creador.


El fin de semana anterior en la casa de campo desempolvé mi vieja caja olvidada donde guardaba todas mis obras. Aún había alguna que otra cosa montada: un pequeño Anakin Skywalker continuaba en su nave y una muñequita seguía apostada ante una puerta en un pequeño fragmento del espacio cuadricular. Tenía la intención de volver a retomarlo todo, de jugar de nuevo y de sentir una vez más la ilusión que antes me producía el crear... pero se quedó solo en eso, en una pretensión. Me fue totalmente imposible volver a formar figuras y crear historias que me satisficiesen, o bien porque no se me ocurría nada, o porque lo veía demasiado ridículo, irrealizable y tonto.

Me dio mucha pena... había perdido totalmente la imaginación. Al madurar, he olvidado cómo se jugaba. Ya no tengo esa ingenuidad propia de la infancia, la sencillez de la consciencia ha desaparecido, como la inocencia que hace que las historias inventas se hagan realidad, las figuras de plástico cobren vida, y los aviones tengan una aerodinámica perfecta que le permita volar. Intentaba ensamblar las piezas siguiendo un patrón que tenía en mente, cuando en realidad, no debía intentar planificar qué quería hacer... sino que me debía de salir solo, como antaño. Pero ya perdí esa expontaneidad, pues mientras esparcía los ladrillitos por todo el suelo, simultáneamente en mi mente se debatían pensamientos sucios, oscuros o simplemente diferentes, que no son los propios de un niño pequeño, y que obstruyen el vuelo libre del intelecto. Es una pena... pues siempre había querido luchar contra eso. Sabía desde pequeño que algún día dejaría de encontrar sentido a mis juegos, sí que lo sabía, (y quizás a esa lucidez temprana alude Patricia), pero pensaba que sería capaz de eludir ese prematuro alzheimer... me creía capaz de seguir volando como Peter Pan. Ahora veo que no... pero aún así, quiero seguir esforzándome para recuperar aquellas pequeñas ilusiones.

Lo que en el pasado me parecieron cosas banales y cotidianas, en estos momentos son los únicos recuerdos que me aportan felicidad. Por ello es muy importante en el presente dedicar tiempo a lo que te gusta, para así poder atesorar en la memoria algo de felicidad y satisfacción.


Bien es cierto que hay personas que pueden seguir jugando al Lego con la misma novedad y originalidad que cuando lo hacían de pequeños... algunos incluso muy frikis...







PD: He tardado tres días en escribir el post, por una cosa o por otra... y por ello mismo, al final me ha salido una cagarruta de paloma, muy inconexo todo, y con una expresividad pésima. Espero sepan disculparme.


David.

3 comentarios:

  1. Jugué con mis muñecas a solas hasta edades que me sonrojan. Yo las ponía ante mí simplemente y ellas danzaban, reían, charlaban o incluso montaban un hospital. Cuando me bañaba en lugar de ver al gel y el champú veía una pareja no siempre bien avenida que se culpaba continuamente por la pérdida del tapón del uno o del otro. Un día puse a mis muñecas delante de mí, las miré, pero ellas ya no me miraron; nunca más volvieron a decirme ni media palabra. Así que las metí en una caja enorme y las subí al altillo.
    Empatizo con David una vez más. La infancia es una época increíble para los niños con imaginación. Y cuando uno vuelve a mirar atrás con los ojos del recuerdo, ve incluso la estela mágica de Campanilla alrededor de la cabeza de ese niño que fuiste.
    Me gusta recordar así, con el velo del recuerdo; prefiero recordar al Tente (aún no Lego en mi niñez)formando barcos y aviones increíbles que surcaban mi habitación de una punta a otra, a ver, cómo tú las viste, las piezas muertas en la caja. Por eso no me gusta volver allá donde fui feliz: jamás volví al jardín de mi infancia, a pesar de tener oportunidad, tras dejarlo a los once años; no soportaría verlo con las dimensiones de un adulto, sin gnomos bajo las setas que crecían tras la verja de la entrada, sin diminutas hadas escondidas en los capullos de las rosas.

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  3. Es aquello que me pasa cuando me paseo por mi cuarto contemplando la estantería con mis cochecitos, algunos de ellos con alguna pieza rota o perdida en alguna de sus grandes batallas como veteranos de mi reino, pero ya no existen sus misiles, ni sus piruetas, no tienen alas, siquiera lucen ahora sus medallas, solo se ven como aparatos juntando un polvo que les limpio aun gustosamente pensando en los momentos que me brindaron, seguramente sean más para mi que para otros como si en mi mente realmente hubieran emulado a los juguetes de Toy story en algún momento el cual ese sentido tan presente de la realidad me lleva a omitir.

    También tube un juego de piezas del cual no recuerdo el nombre, era una caja grande de 1000 piezas, mis padres me montaron un barco, eso les dió una semana de trabajo siguiendo una imagen de la caja, como yo quizás pecaría ahora de hacerlo, yo estaba con gripe casi a 39 de fiebre aun así no me pude resistir a transformarlo en un esplendido portaviones con sus helicopteros que aunque cuadriculados me parecían los más rápidos de todo el universo.

    En mis noches de reyes me quedaba escuchando el crepitar del papel envolviendo juguetes y media hora más tarde de que aquellos reyes magos anónimos acabaran despertaba a mis padres para abrirlos, aunque quizás no pasasen las 5 de la mañana, junto a mi hermana porsupuesto que me picaba a la puerta para cometer la fechoría que llevaba todo el año esperando día tras día y aun recuerdo aquella pequeña tristeza que me embriagaba al pensar que volvían a quedar esos estúpidos 365 días de nuevo.

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